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Blog Uría: #NuncaDejesDeCreer

Rubén Uría

Publicado 14/04/2016 a las 03:08 GMT+2

El mejor Atlético hace dimitir al Barça en el Calderón. . Entre otras cosas porque en el fútbol, como en la vida, nunca hay que dejar de creer.

Antoine Griezmann celebrando un gol en el Atlético de Madrid-Barcelona

Fuente de la imagen: AFP

John Le Carré solía decir que a cierto tipo de hombres los guías y a otro tipo de hombres, los sigues. A Diego Pablo Simeone los atléticos, desde el primer jugador hasta el último hincha, le seguirían sin dudar hasta el infierno. Sin titubear y con orgullo. El hombre que giró el destino de un club perdedor hasta convertirlo en ganador, el que ganó cinco títulos en cuatro años, el que acabó con el mito del Pupas y liquidó el trauma con el vecino, esta noche echó al todopoderoso Barça de Europa. Había perdido siete partidos de siete posibles ante Luis Enrique y se decía que la anterior eliminación no había sido mérito del Cholo, sino cosa del Tata. Lo cierto y verdad es que esta noche Simeone insistió, ajustó y venció. Hizo como su equipo: dar rienda suelta a un eslogan tan simple como real: en el fútbol, como en la vida, nunca hay que dejar de creer. El Atleti creyó, se puso manos a la obra y desarrolló el plan maestro de su entrenador. Y el Barça, que no era el del Tata pero lo pareció durante muchos minutos, ni encontró la piedra filosofal para dominar, ni supo descifrar la combinación de la caja fuerte del Cholo.
Ungido de la pócima mágica del cholismo, el Atlético cocinó al Barça a fuego lento con sus ingredientes habituales: pierna fuerte, partido áspero, balón dividido y corazón por la boca. Con espacios, sacó la maza. Sin ellos, sacó el escudo. Con el marcador en contra, furia. Con viento a favor, autocontrol. Luis Aragonés solía decir que el fútbol consiste en saber sufrir. Y amén del sudor, el Atlético del Cholo, de sufrir, hace un deporte olímpico. Cansa verles correr, pelear, masticar cada balón, porfiar cada envite y rematar cada avance. Con Gabi mariscal de campo, Augusto de cabo furriel, Saúl como teniente y Godín como sargento, junto al recluta Lucas, el Atlético jugó a lo que quería jugar. Esperó atrás, salió impulsado por un rayo y tras sendos avisos, encontró premio en un testarazo de Griezmann. Para todo lo demás, Carrasco. Un futbolista macho, descarado, con siete pulmones y clase para regalar. Uno de esos con los que el Cholo se iría a Vietnam a pasar un día de campo. De ahí hasta el final, el Atleti, más que un Barça apocado, impartió una lección sobre el oficio: en el arte de la guerra, contragolpeó con precisión quirúrgica; en el arte de la defensa, desprendió sacrificio y pasión. Y los secretos del otro fútbol, los manejó con maestría: chocó con bravura, hizo los cambios cuando debía, trabó el juego cuando lo creyó oportuno y perdió tiempo cuando el crono lo requería. Todo, según el guión previsto de Simeone, uno de esos hombres a los que uno no debe guiar, sino seguir.
Si el Atlético jugó fiando todo a su receta marca de la casa, a Dios rogando y con el cholismo dando, el Barça pareció una mala fotocopia de sí mismo. El equipo de Simeone tanteó, golpeó, resistió y volvió a golpear. Demasiada adrenalina para un equipo sin identidad, sin instinto, sin gen competitivo, sin piernas y con el corazón del tamaño de un guisante. Abatido, incapaz de poner un dique que frenase el brío descarnado del Atlético, el Barça languideció. Irreconocible en su estructura y ambición, el equipo de Luis Enrique – sin piernas porque no tuvo cabeza o sin cabeza porque no tuvo piernas- claudicó. Tuvo una posesión inocua, careció de profundidad, pecó de conformista y tardó una eternidad en salir del letargo. Cuando quiso reaccionar, el partido ya transitaba por la umbría vereda que el Cholo tantas veces recorrió. Con Messi desaparecido, Neymar atrapado, Suárez enajenado – otra agresión impune- y Busquets engullido, el Barça apenas pudo sostenerse gracias a Mascherano – imperial al quite- e Iniesta - sólo él pareció poder resucitar al muerto-, pero la inspiración de ese dueto no bastó. Incluso cuando encontró la inspiración durante un cuarto de hora y llevó al Atlético a las cuerdas, el Barça, sin genio ni convicción, dimitió. Su certificado de defunción, autopsia mediante, se hizo oficial en el último aliento, cuando el árbitro no vio una mano clara dentro del área de Gabi. Ese penalti no pitado – los que protestaron en la ida deberían pensar en cómo fue la vuelta y viceversa- acabó con la tibia resistencia del Barça, a años luz de su verdadero potencial. Elegante en la derrota, sin excusas ni revisionismo arbitral, que valga, el Barça se fue del Calderón apagado, triste y sin la suficiente rebeldía para doblegar a un Atlético hambriento. Se fue deprimido. Lo que empezó como un constipado va camino de una gripe. Una severa, de hospital. En el horizonte, una Liga en juego. Por el retrovisor, dos migrañas: Atlético y Madrid. Y un cuadro clínico preocupante: los títulos no se festejan en enero, esto consiste en levantar trofeos en primavera.
El Barça murió víctima de sí mismo. Y el Atlético sobrevivió, fiel a la palabra sagrada del Cholo, convencido de sus posibilidades, alcanzando la tierra prometida. Simeone, la única autoridad moral que su hinchada reconoce, volvió a escribir otra página de su Nuevo Testamento. Es como el pirata cojo de Sabina, ese con pata de palo, con parche en el ojo y cara de malo. Un tipo que ha creado un equipo que tiene por bandera un par de tibias y una calavera. Simeone, un manual de autoayuda hecho carne, entrega su pasión y nadie duda, si se trabaja y se cree, se puede. El argentino se mete en la piel de todos los hombres que nunca será: se transforma en Von Karajan para, batuta en mano, ordenar la coreografía de los aficionados; se vuelve Lawrence de Arabia cuando insta a los suyos a recorrer una travesía del desierto para encontrar agua; e incluso es capaz de mudar en Julio Verne para hacer soñar a los atléticos con algo que les habría parecido de ciencia-ficción: pasar de caer con un Segunda B a estar peleando Copas de Europa. Simeone es una bendición divina para una tribu que padeció plagas y maldiciones durante veinte años. Es mucho más que un entrenador. Es un milagrero que no se toma días libres. Es esa pasión inexplicable, esa rebeldía del que lucha por conseguir lo que otros llevan toda la vida diciéndole que nunca podrá lograr. Al fin y al cabo, ser del Atlético – Cholo dixit-, es eso: ser perseverante, ser competitivo, no dar nada por perdido y luchar contra la dificultad”. Todo eso es su Atlético. Que no es el mejor equipo del mundo, pero lo parece. Entre otras cosas porque en el fútbol, como en la vida, nunca hay que dejar de creer.
Rubén Uría / Eurosport
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